Estrella, Ecuador: Lo que hizo fue quitar la mano y decir: “No pasa nada. Dios ha derramado más sangre por mí”.
Estrella conoció a María Augusta en 2005 cuando era Miembro del Hogar de la Madre de la Juventud en Ecuador.
Yo conocí a María Augusta a través de su hermana Andrea. Andrea era una de mis compañeras de clase y una de mis mejores amigas en la Universidad. Además, ambas éramos miembros del Hogar de la Madre de la Juventud, en Chone (Ecuador). Cuando la conocí me llamó la atención que parecía muy seria, pero después me di cuenta que más bien era un poco tímida. Era muy inteligente. Sabía estar en cada momento.
Yo recuerdo que poco a poco fue viniendo a los círculos para jóvenes que teníamos los domingos. Muchas veces quedábamos para hacer rosarios. Ella quería aprender y eso la motivó a venir a casa de las hermanas algunas tardes. Un día, haciendo rosarios, me estaba ayudando a cortar una cuerda que yo no podía sostener sola. No sé lo que pasó, pero se me desvió la tijera y la corté en la mano. ¡Me impresionó tanto su reacción! Lo que hizo fue quitar la mano y decir: “No pasa nada. Dios ha derramado más sangre por mí”. Fue un ejemplo para mí. Ella no tenía más de dieciséis años.
Era muy agradable estar a su lado, pues nunca hablaba de sí misma. Creo que nunca supe nada de ella por su propia boca, sino por su hermana. Pero cuando sabíamos que algo le pasaba, ella le quitaba importancia y cambiaba de tema.
Me llamaba la atención incluso antes de tener una conversión más fuerte, su manera de vestir era muy modesta y sabía ganarse el respeto de los demás. Creo que eso era natural en ella. Cuando por alguna razón alguien se enfadaba, ella rápidamente cantaba una canción que hacía que nos riéramos.
En una peregrinación que hicimos al Santuario Virgen de las Lajas, en Colombia, pasamos por Quito. Toda su ilusión era poder decirle a la Virgen que la ayudase a no tener miedo. Yo no sabía a qué le tenía miedo y como Mª Augusta era tan reservada para sus cosas, no quería preguntarle nada. Pero hubo un momento en que se me puso al lado y me decía: “Es que Dios es tan grande, que yo no puedo…” La verdad es que tenía una lucha muy grande con respecto de su vocación, porque temía hacer sufrir a sus padres, especialmente a su padre. Era la pequeña de la casa, por no decir que era “la niña de los ojos” de su padre. Ella también lo quería mucho.
Un día estaba yo rezando vísperas en la Iglesia, y justo llegó ella. Al ver lo que estaba haciendo, se unió a mi oración. Estábamos rezando el Salmo 44 y me preguntó: “¿Cuándo tú lees esto, en quién piensas?” Yo le dije: “En Jesús”. Seguimos rezando, y al terminar me preguntó: “¿Se puede tener esa relación íntima con el Señor, como dice el Salmo?” A ella le impresionaron mucho las palabras: “Escucha, hija, mira: Inclina el oído, prendado está el rey de tu belleza. Póstrate ante él, que él es tu Señor”. Al decirle que yo siempre me lo aplicaba a mi misma cuando no quería escuchar al Señor, no me dejó terminar y se fue. Estaba luchando.